13/11/2020 -  3 minutos de lectura Por Rafael Tamames

Me considero un ser resiliente por naturaleza, y creo que todo emprendedor lo es por definición. Sin embargo, hay momentos donde necesitamos dejar de serlo. Lo que quiero contar por aquí es que en mi experiencia la resiliencia funciona, hay que ejercitarla para ponerla en forma, pero también saber cuando dejar de serlo. 

Todas las generaciones han tenido que enfrentar desafíos: la revolución industrial, la gran depresión, las guerras mundiales, una pandemia, la revolución digital. Hoy nos toca, como en muchas otras épocas, gestionar la incertidumbre desde lo personal, lo empresarial, lo familiar, lo económico. 

La resiliencia se define típicamente como “la capacidad de recuperarse de eventos difíciles de la vida”. Es nuestra capacidad para resistir la adversidad, recuperarse y crecer a pesar de las adversidades de la vida.

 

La pandemia nos ha enfrentado a retos personales y profesionales de magnitudes desconocidas, y si bien no la puedo comparar con ninguna otra época de mi carrera, me recuerda cada día que nunca fue fácil. Contra nuestro instinto gregario, el distanciamiento social es quizás uno de los mayores desafíos, al menos es lo que más me ha costado enfrentar a mí. No poder ver a mis seres queridos, perder la atmósfera mágica que se genera en una reunión de trabajo presencial.

Sin embargo esto ha hecho que aprendamos a trabajar en modo 100% virtual, a gestionar los proyectos con la mayor autonomía que nunca antes habíamos conocido, incluso para los que veníamos trabajando este aspecto como pilar de la cultura de trabajo. Millones de niños están aprendiendo de forma remota y miles de pacientes optan por la telesalud. La cultura y el entretenimiento exploran escenarios digitales y mucha burocracia administrativa está siendo eliminada para disminuir el riesgo al contagio. Ser resilientes es también aprender a mirar el lado positivo de las cosas.

En las organizaciones, como en nuestras vidas, la resiliencia se ha convertido en una capacidad humana clave requerida para lograr mejor desempeño, y una característica cada vez más importante que las organizaciones deben cultivar en los empleados. La resiliencia se asocia naturalmente con un mayor compromiso laboral, satisfacción y compromiso organizacional. Pero no es para todos y tampoco es una actitud que puede mantenerse todo el tiempo. Es bueno reconocerlo, no sentirnos mal si en algún momento no respondemos bajo sus lineamientos empáticos y adaptativos, que es cuando seguro necesitamos regresar a las fuentes que la hacen posible.

Afortunadamente, tengo muchos colegas en nuestra organización que tienen esta cualidad y la han explotado al máximo este año, seguro que hasta llegar a los umbrales del hartazgo. Algunos autores destacan que la agilidad organizacional está altamente correlacionada con la resiliencia organizacional y, en conjunto, ambos factores determinan la capacidad de adaptación de una organización. Para mí está comprobado, y esa capacidad de adaptación es la que nos permite percibir y responder rápidamente a los cambios, ya sea para aprovechar una nueva oportunidad o abordar una amenaza potencial. 

La resiliencia no es un trampolín que nos impulsa y listo, es una actitud y una habilidad que en parte se trae y en parte se adquiere y se entrena, es como escalar montañas sin mapas ni senderos. Se necesita tiempo, fuerza y ayuda de las personas que nos rodean para lograrlo, se trata más de experimentar los contratiempos que aparecen en el camino. Eso sí, cuando llegamos a una cima podemos ver todo lo que hemos superado y aprendido detrás.

Soy un apasionado de las cosas que transforman el mundo, esto no quiere decir que me agrade esta pandemia, pero la entiendo como una oportunidad de descubrir, mejorar o poner en pausa nuestra capacidad de resiliencia.